Cinco
minutitos más…
Todos los
años igual. Llega octubre y ¡zas!, se adelanta el reloj una hora. Dicen que así
se ahorra luz y se aprovecha más la jornada de trabajo, pero a muchos esa hora
nos descuadra todos los horarios y nos hace sentir más cansados. El mismo
problema sucede en marzo, cuando volvemos a atrasar los relojes. Es tal la
molestia que algunos países que tradicionalmente realizaban este cambio han
decidido adoptar un horario único, aunque el cambio de hora todavía sigue vigente
en unos setenta países (alrededor de un cuarto de la población mundial). ¿Por
qué cambiamos la hora? ¿Es efectivo? ¿En qué nos afecta? En la entrada de hoy
hablamos de la relación entre la hora convencional y nuestro propio reloj
biológico.
¿Qué es el reloj
biológico?
Desde el
mismo origen de la vida, los organismos han estado sometidos a la variación periódica del día y la noche.
Como los consiguientes cambios de luz y temperatura afectan a los procesos
biológicos, los seres vivos realizan actividades diferentes en cada momento del
día. Esto se ve reflejado a todas las escalas, desde la fisiología hasta el
comportamiento.
Por ejemplo,
los organismos que obtienen su energía de la luz solar (no solo plantas, sino
también multitud de bacterias) suelen realizar la fotosíntesis durante el día
mientras que por la noche se ocupan de otras actividades, como la formación de
nutrientes que pueden ser difíciles de sintetizar en presencia del oxígeno que
desprende la fotosíntesis. En animales, las cantidad de luz no solo regula las
fases de sueño (que pueden ser de noche o de día dependiendo de la especie)
sino también el momento del día en el que buscar comida o el momento del año en
el que comienza la hibernación.
Estas
variaciones se denominan ritmo
circadiano (del latín circa,
“alrededor” y diem, “día”) o
biorritmo.
¿Cómo funciona el reloj
biológico?
Sorprendentemente,
los mecanismos que controlan la actividad del reloj biológico son muy similares
en todos los organismos, desde las células evolutivamente más antiguas hasta
los vertebrados de aparición más reciente. Se dice que poseemos genes análogos o equivalentes, es
decir, que sin ser los mismos realizan una función muy parecida.
Sin entrar en
tecnicismos, el funcionamiento de estos genes se basa en que se activan o inactivan en condiciones de
luz o de oscuridad y, de esa forma, influyen en la producción de proteínas
relacionadas con las distintas actividades que realiza el organismo a lo largo
del día. Por ejemplo, el primer gen que se descubrió asociado al reloj
biológico, en 1984, pertenece a la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster) y se denomina period. Durante la noche
este gen produce una proteína llamada PER.
Sin embargo, cuando hay grandes concentraciones de PER (que resulta ser al final de la noche) se inactiva el gen period, y de esa manera la cantidad de PER se autorregula. La cantidad de PER que
hay en la célula en un momento dado es por tanto indicadora de la hora del día
y puede dar pistas al organismo sobre cuándo tener una mayor o menor actividad
motora o el momento de eclosión de los huevos.
PER no es la única proteína que actúa en este proceso, sino
que interacciona con otras en una serie de retroalimentaciones
positivas y negativas según el ritmo diario de veinticuatro horas. Del
mismo modo, se han encontrado genes que realizan una función similar en otros
organismos. Estos mecanismos son tan importantes que siguen funcionando incluso
en condiciones perpetuas de luz o de oscuridad y además tienen la capacidad de
“reiniciarse” ante pequeños o
grandes cambios en el ritmo día-noche. Este reinicio es lo que, cuando viajamos
a un lugar lejano, nos permite acostumbrarnos a las nuevas condiciones tras el
conocido jet lag. Por si fuera poco,
los individuos que tienen algún defecto en los mecanismos del reloj biológico
(por ejemplo, su ciclo diario dura más o menos de veinticuatro horas) tienden a
tener una menor eficacia biológica,
es decir, menos probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia.
La
identificación y el estudio de estos genes, comenzó en la década de los setenta
y ochenta, dando inicio a la llamada cronobiología.
Desde entonces, su alcance ha sido tal que en 2017 los primeros científicos que
investigaron acerca de esta disciplina (los americanos Jeffrey C. Hall, Michael
Rosbash y Michael W. Young) fueron condecorados con el Premio Nobel de Medicina.
¿Qué es la hora?
Debido a los
evidentes cambios en los organismos a lo largo del día, todas las culturas se
han esforzado por medir el tiempo, e
incluso adaptarlo a las variaciones estacionales. Los romanos ya dividían el
día en veinticuatro horas, solo que para ellos el día siempre duraba doce horas
y la noche, otras doce. Es decir, como en verano los días son más largos, las
doce horas del día eran también más largas comparadas con las del invierno,
mientras que las doce de noche eran más cortas.
Aunque la hora es una convención humana y
ningún horario es tan exacto como nuestro reloj biológico, establecer una hora
común facilita las comunicaciones, el comercio y, a día de hoy, nos permite
saber cuánto tardaremos de casa al trabajo o en qué momento exacto tenemos cita
con el dentista. Estas ventajas se hicieron evidentes en la Norteamérica de
finales del siglo XIX, donde se había generalizado el uso del ferrocarril como transporte de
pasajeros. Y es que el hecho de que cada una de las ciudades por las que pasaba
el recorrido tuviera una hora distinta hacía muy difícil saber a qué hora
llegaba tu tren. Por eso, las líneas de ferrocarril fueron las primeras en
establecer un horario único.
Durante dicho
siglo, en que las relaciones internacionales comenzaban a ser más intensas e
inmediatas, se hicieron varias
propuestas para unificar la hora, hasta que se celebró la Conferencia Internacional del Meridiano
de 1884 (Washington D.C.). Allí se decidió adoptar un día universal con una
duración de veinticuatro horas con inicio en el Meridiano de Greenwich (estableciendo
que existen veinticuatro horas entre dos de los amaneceres de Greenwich). De
esa manera se dividió la Tierra en veinticuatro husos horarios de manera que cada huso tiene una hora de diferencia
con sus dos husos vecinos. A principios del siglo XX el uso de este sistema ya
se había extendido a todo el planeta.
¿Por qué se cambia la
hora?
La duración de los días (horas de sol)
casi no cambia en el Ecuador, pero según nos alejamos de él se aprecia una
variación notable dependiendo de las estaciones del año. Originalmente, el
horario establecido era el que hoy utilizamos como horario de invierno, pero esto provoca que, en latitudes como las
de Europa y Norteamérica, la hora de inicio de la jornada sea demasiado tardía
en verano, desaprovechando horas de luz por la mañana. Por eso, durante el
siglo XX se propusieron varias opciones para
adelantar la hora en verano y así aprovechar las horas de luz vespertinas a
la vez que alargar las tardes. Es decir, se trataba de que la jornada de
trabajo coincidiera con las horas de luz para ahorrar en iluminación. Esta idea fue especialmente popular durante las Guerras Mundiales, debido a
la necesidad de ahorrar materiales como carbón y velas, pero no se generalizó
hasta los años setenta, cuando se consideró una buena medida para contrarrestar
la generalizada crisis energética.
Por otra
parte, a día de hoy prácticamente en
todas las épocas del año nos levantamos antes de que salga el sol y nos
acostamos después de que se ponga. Además, el uso de la iluminación artificial
y los dispositivos electrónicos está generalizado a todas horas del día. Por
razones como estas, se ha sugerido que el supuesto ahorro del cambio de hora
puede no ser tan efectivo como hace unas décadas.
¿Qué ocurre al juntar tu
reloj biológico con la hora “artificial”?
Como ya hemos
mencionado, el concepto de hora es convencional y no se ajusta a las
variaciones luz-oscuridad con tanta precisión como nuestro reloj interno, lo
que puede suponer un desajuste. Además, no
todos tenemos exactamente el mismo biorritmo, sino que existen personas que
están más activas por la mañana (a las que llamaremos “madrugadores”), otras
que están más activas por la noche (“noctámbulos”) y otras que no presentan
ninguna de estas tendencias (“neutrales”). Estos patrones pueden verse
influenciados, además de por la genética de cada uno, por la edad o el sexo.
Estos
comportamientos se han asociado a diferencias en las oscilaciones de la temperatura corporal, que es un buen
indicador de la actividad metabólica general, a lo largo del día y su amplitud.
La temperatura mínima del cuerpo
suele observarse a la mitad de las aproximadamente ocho horas de sueño que suele
dormir un adulto por la noche, asociada al momento del día en que el cuerpo
tiene un menor nivel de actividad. Resulta que los madrugadores alcanzan esta
temperatura mínima unas dos horas antes que
los noctámbulos (según el estudio que he consultado, realizado por centros de
investigación de Illinois, Estados Unidos, la temperatura mínima para los
madrugadores sería a las 3:50 y, para los noctámbulos, a las 6:01). Además, este
momento de mínima actividad para los madrugadores sí que aparece
aproximadamente a la mitad del sueño, pero en los noctámbulos está más cercano
a la hora de despertarse, lo que podría explicar por qué este tipo de personas
se sienten menos activas cuando se levantan.
Por otra
parte, la temperatura mínima tardía asociada a los noctámbulos se relaciona también
con una mayor amplitud térmica. Como
la amplitud térmica es mayor en los jóvenes y va disminuyendo con la edad, esta
relación podría explicar por qué los adolescentes tienden a los hábitos
nocturnos. Estas
peculiaridades del biorritmo repercuten en qué horas del día somos más
productivos, qué horas es conveniente dormir para descansar mejor y cómo
afrontar cambios como el jet lag y
los cambios de hora.
Además, de
manera general, no hay evidencias significativas de que cambiar la hora haga
que durante la semana siguiente durmamos una hora más o una hora menos. De
hecho, parece que esto interrumpe nuestro ritmo de descanso, que en ausencia de horarios es capaz de
irse regulando según los días se acortan o se alargan. Además, el cambio de hora provoca una pérdida de
sueño durante al menos una semana, con los consiguientes efectos sobre la energía,
la concentración, el ánimo y el rendimiento. Debido a las diferencias entre
individuos, el tiempo que tarda el cuerpo en reajustarse puede suponer desde
uno o dos días hasta dos semanas, especialmente al cambiar al horario de
primavera.
La mayoría de
la gente (excepto los extremadamente madrugadores) se ajusta mejor a los
retrasos de tiempo (pasar del horario de verano al de invierno y “ganar una
hora”) que a los adelantos (pasar del horario de invierno al de verano y “perder
una hora”). El adelanto de tiempo que supone pasar del horario de invierno al
de verano parece ser especialmente dificultoso para los noctámbulos.
Entonces, ¿cambiamos la
hora o no?
El hecho de
que en el mundo actual los horarios sean
tan importantes, y, en ocasiones, estrictos, para la jornada laboral, la
hora de apertura de los comercios, etc., hace indispensable mantener un horario
común. Sin embargo, está demostrado que diferentes tipos de personas tienen
facilidad o dificultad en su rendimiento según qué horarios. Por ejemplo, al
enfrentarse a un trabajo con horario de mañana una persona noctámbula no será
capaz de mantener unos niveles de actividad tan altos como una madrugadora, y
probablemente pierda horas de sueño que también repercutirán sobre su nivel de
cansancio. Si añadimos el cambio de hora a este cóctel, en cualquiera de los
biorritmos explicados, el resultado puede incluir unas repercusiones más o menos graves sobre nuestra salud. Esto, unido a
las dudas sobre el ahorro energético
que se ha propuesto como justificación tradicional del cambio de hora, parece
indicar que el sistema genera más problemas de los que soluciona.
Considerando
nuestro reloj biológico, lo más efectivo sería disponer de un horario que permitiera
que el cuerpo se acostumbrara de manera natural a los cambios estacionales en
la duración de los días y que también respetara las diferencias individuales. En
conclusión, la solución para aprovechar mejor los días no debería ser
establecer unos hábitos generales con variaciones bruscas, sino permitir unos horarios más flexibles (con un par de
horas bastaría) que pudieran adecuarse a cada tipo de persona.
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Fuentes consultadas:
- Un artículo que resume la historia de la investigación del ritmo circadiano (en inglés) (Loudon, Semikhodskii y Crosthwaite, 2000).
- Un artículo extenso que repasa el funcionamiento del reloj biológico en diferentes tipos de organismos, desde bacterias hasta humanos pasando por plantas (en inglés) (Bhadra et al., 2017).
- Un artículo sobre las diferencias en el ritmo circadiano en distintas personas (en inglés) (Baher, Revelle y Eastman, 1999).
- Dos artículos sobre el impacto del cambio de hora en la cantidad y calidad de sueño (en inglés) (Kantermann et al., 2000 y Harrison, 2013).
- También fueron útiles las entradas de Wikipedia sobre las zonas horarias, la medida del tiempo de los romanos, el cambio de hora y el gen period.
- Además, aquí hay una noticia sobre el Nobel de Medicina de 2017 (en inglés) y una sobre la reciente polémica respecto al cambio de hora.
Fuentes de las imágenes:
Pixabay: noche y día cremallera, plantas con puesta de sol, ADN, mosca, reloj de muñeca
Naukas: nobel de medicina
Pexels: relojes de bolsillo, locomotora, vela, escritorio iluminado, despertador, cama
Wikipedia: husos horarios
Unsplash: viajera cansada