miércoles, 24 de octubre de 2018

El reloj biológico y el cambio de hora


Cinco minutitos más…

Todos los años igual. Llega octubre y ¡zas!, se adelanta el reloj una hora. Dicen que así se ahorra luz y se aprovecha más la jornada de trabajo, pero a muchos esa hora nos descuadra todos los horarios y nos hace sentir más cansados. El mismo problema sucede en marzo, cuando volvemos a atrasar los relojes. Es tal la molestia que algunos países que tradicionalmente realizaban este cambio han decidido adoptar un horario único, aunque el cambio de hora todavía sigue vigente en unos setenta países (alrededor de un cuarto de la población mundial). ¿Por qué cambiamos la hora? ¿Es efectivo? ¿En qué nos afecta? En la entrada de hoy hablamos de la relación entre la hora convencional y nuestro propio reloj biológico.



¿Qué es el reloj biológico?

Desde el mismo origen de la vida, los organismos han estado sometidos a la variación periódica del día y la noche. Como los consiguientes cambios de luz y temperatura afectan a los procesos biológicos, los seres vivos realizan actividades diferentes en cada momento del día. Esto se ve reflejado a todas las escalas, desde la fisiología hasta el comportamiento.

Por ejemplo, los organismos que obtienen su energía de la luz solar (no solo plantas, sino también multitud de bacterias) suelen realizar la fotosíntesis durante el día mientras que por la noche se ocupan de otras actividades, como la formación de nutrientes que pueden ser difíciles de sintetizar en presencia del oxígeno que desprende la fotosíntesis. En animales, las cantidad de luz no solo regula las fases de sueño (que pueden ser de noche o de día dependiendo de la especie) sino también el momento del día en el que buscar comida o el momento del año en el que comienza la hibernación.


Estas variaciones se denominan ritmo circadiano (del latín circa, “alrededor” y diem, “día”) o biorritmo.


¿Cómo funciona el reloj biológico?

Sorprendentemente, los mecanismos que controlan la actividad del reloj biológico son muy similares en todos los organismos, desde las células evolutivamente más antiguas hasta los vertebrados de aparición más reciente. Se dice que poseemos genes análogos o equivalentes, es decir, que sin ser los mismos realizan una función muy parecida.


Sin entrar en tecnicismos, el funcionamiento de estos genes se basa en que se activan o inactivan en condiciones de luz o de oscuridad y, de esa forma, influyen en la producción de proteínas relacionadas con las distintas actividades que realiza el organismo a lo largo del día. Por ejemplo, el primer gen que se descubrió asociado al reloj biológico, en 1984, pertenece a la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster) y se denomina period. Durante la noche este gen produce una proteína llamada PER. Sin embargo, cuando hay grandes concentraciones de PER (que resulta ser al final de la noche) se inactiva el gen period, y de esa manera la cantidad de PER se autorregula. La cantidad de PER que hay en la célula en un momento dado es por tanto indicadora de la hora del día y puede dar pistas al organismo sobre cuándo tener una mayor o menor actividad motora o el momento de eclosión de los huevos.


PER no es la única proteína que actúa en este proceso, sino que interacciona con otras en una serie de retroalimentaciones positivas y negativas según el ritmo diario de veinticuatro horas. Del mismo modo, se han encontrado genes que realizan una función similar en otros organismos. Estos mecanismos son tan importantes que siguen funcionando incluso en condiciones perpetuas de luz o de oscuridad y además tienen la capacidad de “reiniciarse” ante pequeños o grandes cambios en el ritmo día-noche. Este reinicio es lo que, cuando viajamos a un lugar lejano, nos permite acostumbrarnos a las nuevas condiciones tras el conocido jet lag. Por si fuera poco, los individuos que tienen algún defecto en los mecanismos del reloj biológico (por ejemplo, su ciclo diario dura más o menos de veinticuatro horas) tienden a tener una menor eficacia biológica, es decir, menos probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia.

La identificación y el estudio de estos genes, comenzó en la década de los setenta y ochenta, dando inicio a la llamada cronobiología. Desde entonces, su alcance ha sido tal que en 2017 los primeros científicos que investigaron acerca de esta disciplina (los americanos Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young) fueron condecorados con el Premio Nobel de Medicina.



¿Qué es la hora?

Debido a los evidentes cambios en los organismos a lo largo del día, todas las culturas se han esforzado por medir el tiempo, e incluso adaptarlo a las variaciones estacionales. Los romanos ya dividían el día en veinticuatro horas, solo que para ellos el día siempre duraba doce horas y la noche, otras doce. Es decir, como en verano los días son más largos, las doce horas del día eran también más largas comparadas con las del invierno, mientras que las doce de noche eran más cortas.


Aunque la hora es una convención humana y ningún horario es tan exacto como nuestro reloj biológico, establecer una hora común facilita las comunicaciones, el comercio y, a día de hoy, nos permite saber cuánto tardaremos de casa al trabajo o en qué momento exacto tenemos cita con el dentista. Estas ventajas se hicieron evidentes en la Norteamérica de finales del siglo XIX, donde se había generalizado el uso del ferrocarril como transporte de pasajeros. Y es que el hecho de que cada una de las ciudades por las que pasaba el recorrido tuviera una hora distinta hacía muy difícil saber a qué hora llegaba tu tren. Por eso, las líneas de ferrocarril fueron las primeras en establecer un horario único.


Durante dicho siglo, en que las relaciones internacionales comenzaban a ser más intensas e inmediatas, se hicieron varias propuestas para unificar la hora, hasta que se celebró la Conferencia Internacional del Meridiano de 1884 (Washington D.C.). Allí se decidió adoptar un día universal con una duración de veinticuatro horas con inicio en el Meridiano de Greenwich (estableciendo que existen veinticuatro horas entre dos de los amaneceres de Greenwich). De esa manera se dividió la Tierra en veinticuatro husos horarios de manera que cada huso tiene una hora de diferencia con sus dos husos vecinos. A principios del siglo XX el uso de este sistema ya se había extendido a todo el planeta.



¿Por qué se cambia la hora?

La duración de los días (horas de sol) casi no cambia en el Ecuador, pero según nos alejamos de él se aprecia una variación notable dependiendo de las estaciones del año. Originalmente, el horario establecido era el que hoy utilizamos como horario de invierno, pero esto provoca que, en latitudes como las de Europa y Norteamérica, la hora de inicio de la jornada sea demasiado tardía en verano, desaprovechando horas de luz por la mañana. Por eso, durante el siglo XX se propusieron varias opciones para adelantar la hora en verano y así aprovechar las horas de luz vespertinas a la vez que alargar las tardes. Es decir, se trataba de que la jornada de trabajo coincidiera con las horas de luz para ahorrar en iluminación. Esta idea fue especialmente popular durante las Guerras Mundiales, debido a la necesidad de ahorrar materiales como carbón y velas, pero no se generalizó hasta los años setenta, cuando se consideró una buena medida para contrarrestar la generalizada crisis energética.


Por otra parte, a día de hoy prácticamente en todas las épocas del año nos levantamos antes de que salga el sol y nos acostamos después de que se ponga. Además, el uso de la iluminación artificial y los dispositivos electrónicos está generalizado a todas horas del día. Por razones como estas, se ha sugerido que el supuesto ahorro del cambio de hora puede no ser tan efectivo como hace unas décadas.



¿Qué ocurre al juntar tu reloj biológico con la hora “artificial”?

Como ya hemos mencionado, el concepto de hora es convencional y no se ajusta a las variaciones luz-oscuridad con tanta precisión como nuestro reloj interno, lo que puede suponer un desajuste. Además, no todos tenemos exactamente el mismo biorritmo, sino que existen personas que están más activas por la mañana (a las que llamaremos “madrugadores”), otras que están más activas por la noche (“noctámbulos”) y otras que no presentan ninguna de estas tendencias (“neutrales”). Estos patrones pueden verse influenciados, además de por la genética de cada uno, por la edad o el sexo.


Estos comportamientos se han asociado a diferencias en las oscilaciones de la temperatura corporal, que es un buen indicador de la actividad metabólica general, a lo largo del día y su amplitud. La temperatura mínima del cuerpo suele observarse a la mitad de las aproximadamente ocho horas de sueño que suele dormir un adulto por la noche, asociada al momento del día en que el cuerpo tiene un menor nivel de actividad. Resulta que los madrugadores alcanzan esta temperatura mínima unas dos horas antes que los noctámbulos (según el estudio que he consultado, realizado por centros de investigación de Illinois, Estados Unidos, la temperatura mínima para los madrugadores sería a las 3:50 y, para los noctámbulos, a las 6:01). Además, este momento de mínima actividad para los madrugadores sí que aparece aproximadamente a la mitad del sueño, pero en los noctámbulos está más cercano a la hora de despertarse, lo que podría explicar por qué este tipo de personas se sienten menos activas cuando se levantan.


Por otra parte, la temperatura mínima tardía asociada a los noctámbulos se relaciona también con una mayor amplitud térmica. Como la amplitud térmica es mayor en los jóvenes y va disminuyendo con la edad, esta relación podría explicar por qué los adolescentes tienden a los hábitos nocturnos. Estas peculiaridades del biorritmo repercuten en qué horas del día somos más productivos, qué horas es conveniente dormir para descansar mejor y cómo afrontar cambios como el jet lag y los cambios de hora. 

Además, de manera general, no hay evidencias significativas de que cambiar la hora haga que durante la semana siguiente durmamos una hora más o una hora menos. De hecho, parece que esto interrumpe nuestro ritmo de descanso, que en ausencia de horarios es capaz de irse regulando según los días se acortan o se alargan. Además, el cambio de hora provoca una pérdida de sueño durante al menos una semana, con los consiguientes efectos sobre la energía, la concentración, el ánimo y el rendimiento. Debido a las diferencias entre individuos, el tiempo que tarda el cuerpo en reajustarse puede suponer desde uno o dos días hasta dos semanas, especialmente al cambiar al horario de primavera.



La mayoría de la gente (excepto los extremadamente madrugadores) se ajusta mejor a los retrasos de tiempo (pasar del horario de verano al de invierno y “ganar una hora”) que a los adelantos (pasar del horario de invierno al de verano y “perder una hora”). El adelanto de tiempo que supone pasar del horario de invierno al de verano parece ser especialmente dificultoso para los noctámbulos.


Entonces, ¿cambiamos la hora o no?

El hecho de que en el mundo actual los horarios sean tan importantes, y, en ocasiones, estrictos, para la jornada laboral, la hora de apertura de los comercios, etc., hace indispensable mantener un horario común. Sin embargo, está demostrado que diferentes tipos de personas tienen facilidad o dificultad en su rendimiento según qué horarios. Por ejemplo, al enfrentarse a un trabajo con horario de mañana una persona noctámbula no será capaz de mantener unos niveles de actividad tan altos como una madrugadora, y probablemente pierda horas de sueño que también repercutirán sobre su nivel de cansancio. Si añadimos el cambio de hora a este cóctel, en cualquiera de los biorritmos explicados, el resultado puede incluir unas repercusiones más o menos graves sobre nuestra salud. Esto, unido a las dudas sobre el ahorro energético que se ha propuesto como justificación tradicional del cambio de hora, parece indicar que el sistema genera más problemas de los que soluciona.


Considerando nuestro reloj biológico, lo más efectivo sería disponer de un horario que permitiera que el cuerpo se acostumbrara de manera natural a los cambios estacionales en la duración de los días y que también respetara las diferencias individuales. En conclusión, la solución para aprovechar mejor los días no debería ser establecer unos hábitos generales con variaciones bruscas, sino permitir unos horarios más flexibles (con un par de horas bastaría) que pudieran adecuarse a cada tipo de persona.


Si te ha gustado esta entrada, ¡sígueme, comenta y comparte!

Búscame en TwitterFacebook e Instagram

@biolonita


Fuentes consultadas:



Fuentes de las imágenes:
Pixabay: noche y día cremallera, plantas con puesta de sol, ADN, mosca, reloj de muñeca
Naukas: nobel de medicina
Pexels: relojes de bolsillo, locomotoravela, escritorio iluminado, despertador, cama
Wikipedia: husos horarios
Unsplash: viajera cansada

No hay comentarios:

Publicar un comentario